El auto avanzaba en silencio por la carretera privada que conducía a la residencia De La Vega. Valentina miraba por la ventana con el rostro impasible, pero por dentro sentía que se desmoronaba. Cada metro que recorrían la alejaba de su realidad, de su libertad, de sí misma.
Alexander no había dicho una sola palabra desde que subieron al auto. Iba concentrado, con una mano sobre el volante y la otra sosteniendo su teléfono, revisando correos y agendas. Impecable, elegante, inalcanzable.
Valentina cruzó los brazos. El aire dentro del vehículo era sofocante, no por el clima, sino por la tensión.
—¿Siempre secuestras a mujeres a medianoche o soy una excepción? —preguntó con sarcasmo.
Alexander levantó una ceja, pero no despegó los ojos del camino.
—No me hagas arrepentirme del trato tan pronto, Valentina.
—Tarde —murmuró ella.
La carretera terminó frente a unas enormes rejas de hierro que se abrieron automáticamente. Más allá, una mansión de tres pisos con arquitectura moderna y jardines perfectamente diseñados emergía como un palacio entre los árboles.
La casa era el reflejo de su dueño: fría, impresionante y cuidadosamente vacía.
—Bienvenida a tu nueva prisión —dijo Valentina, más para sí misma que para él.
Alexander frenó frente a la entrada principal. Dos empleados uniformados salieron de inmediato a recibirlos. Uno abrió la puerta del conductor. El otro, la suya.
—Señor De La Vega, señora… —saludó uno, inclinando la cabeza.
Valentina descendió del auto con cierta torpeza. El suelo de mármol, la fuente iluminada, los ventanales gigantescos… todo parecía sacado de una revista de arquitectura. Pero ella no se dejó impresionar.
Cruzó el umbral con la carpeta del contrato aún en sus manos. Como un símbolo de todo lo que había perdido esa noche.
Alexander la guio por un pasillo amplio adornado con obras de arte originales, hasta una sala decorada con tonos fríos: blanco, gris, negro. Sin fotos. Sin flores. Sin vida.
—Aquí es donde fingiremos ser felices —dijo ella, dejando su bolso sobre un sofá.
—Aquí es donde fingiremos ser civilizados —corrigió él.
Alexander se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla. Luego, con gesto seco, le entregó una carpeta nueva.
—Estas son las reglas. Léelas bien. Mañana firmamos la versión oficial ante notario.
Valentina arqueó una ceja.
—¿Más reglas? ¿Además del contrato?
—No vivo con desconocidos —respondió sin rodeos—. Esto no es un juego.
Ella abrió la carpeta y leyó en silencio:
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Reglas de convivencia – Residencia De La Vega
1. Ambos deberán presentarse juntos en todos los eventos sociales, familiares y empresariales requeridos.
2. Ninguno debe tener relaciones amorosas externas durante el año de matrimonio.
3. Dormitorios separados.
4. No habrá intimidad física ni emocional entre ambos.
5. El uso de recursos económicos está limitado a lo estipulado en el contrato.
6. Cualquier incumplimiento significará la anulación inmediata del acuerdo.
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Valentina cerró la carpeta con fuerza.
—Muy bien, señor robot. Lo entiendo: esto es solo una farsa. No te preocupes, no pienso tocarte ni con un palo.
Alexander sonrió con frialdad.
—No esperaba menos de ti.
—¿Y qué pasa si me enamoro perdidamente de ti? —bromeó con tono venenoso—. ¿Te vas a lanzar desde el balcón?
—En ese caso, aumentaré la seguridad —respondió, sin inmutarse.
Valentina quiso reír, pero lo único que sintió fue tristeza. Estaba atrapada en un contrato sin alma con un hombre que no conocía, ni quería conocer.
—¿Dónde está mi habitación?
Alexander llamó con un chasquido de dedos. Una mujer joven, de cabello recogido y uniforme blanco, apareció al instante.
—Ella es Nora, tu asistente personal —dijo—. Te llevará a tu habitación. Si necesitas algo, pides por ella. No a mí.
Valentina asintió, sin ganas de discutir.
—Buenas noches, esposo —dijo con amargura, y siguió a la muchacha.
Subieron por una escalera de mármol que parecía flotar. El segundo piso era aún más imponente: pasillos de cristal, puertas de madera tallada, luces suaves. Nora abrió una de las habitaciones más cercanas al ala este.
—Esta será su habitación, señora De La Vega —dijo con cortesía.
Valentina frunció el ceño.
—No me llames así. Me llamo Valentina.
—Lo siento… señora Valentina.
El cuarto era más grande que su antiguo apartamento. Cama king, vestidor, baño privado con tina de hidromasaje, un armario lleno de ropa nueva, con etiquetas de marcas que ni siquiera podía pronunciar.
Se sentó al borde de la cama. Nora se despidió con una leve reverencia.
Cuando se quedó sola, respiró hondo. Todo era demasiado. Demasiado rápido. Demasiado irreal.
Abrió el cajón de la mesa de noche y encontró una tarjeta bancaria a su nombre.
“Primer depósito: 30,000 USD”, decía una nota escrita a mano con letra recta.
Era oficial. Ya no había marcha atrás.
Se metió bajo las sábanas sin siquiera cambiarse. Las lágrimas que había contenido comenzaron a salir, una a una. No por miedo. Ni siquiera por odio.
Era pena. Pena de haber llegado tan lejos. Pena por lo que había perdido. Pena de sí misma.
Al día siguiente, despertó al amanecer. El silencio de la casa era abrumador. Se duchó, se vistió con ropa casual y bajó a la cocina. No sabía si tenía permiso de servirse café, pero lo necesitaba.
Encontró a Alexander ya allí, leyendo el periódico con una taza en la mano. Camisa blanca, sin corbata. Perfecto como siempre.
—Buenos días —saludó sin mirarla.
Valentina se sirvió café sin pedir permiso.
—¿Esto también está en las reglas? ¿O me vas a multar por usar tu azúcar?
Alexander bajó el periódico y la miró fijamente.
—¿Siempre eres tan insoportable en las mañanas?
—¿Siempre eres tan inhumano todo el día?
Los dos se miraron como si fueran adversarios en un ring invisible. Pero esa fue su dinámica desde el primer segundo: distancia. Tensión. Frialdad.
Alexander se puso de pie y se acomodó la camisa.
—Hoy daremos la primera entrevista oficial como pareja comprometida. Será transmitida en vivo.
Valentina casi escupe el café.
—¿Qué?
—Te mandé el itinerario por correo anoche.
—No lo vi. Estaba ocupada llorando mi alma.
—No hay espacio para dramas, Valentina. Recuerda por qué estás aquí.
Eso fue suficiente para hacerla callar. Samuel. Todo era por Samuel.
—¿Qué tengo que decir?
—Lo justo. Cómo nos conocimos. Cómo nos enamoramos. Que fue todo muy repentino, pero intenso. Finge lo que quieras, solo hazlo creíble.
Valentina lo miró.
—¿Y tú? ¿Puedes fingir amar?
Alexander le sostuvo la mirada con algo oscuro en los ojos.
—Lo he hecho toda mi vida.
Y se marchó.
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Horas después, el estudio de grabación montado en la mansión parecía un set de película. Luces, cámaras, maquillistas, estilistas. Valentina se sentía en otro planeta.
Vestía un vestido rojo sencillo, pero elegante, con maquillaje suave y cabello suelto. Alexander, en cambio, lucía como el CEO perfecto: traje azul oscuro, reloj de oro, sonrisa afilada.
La entrevista comenzó. El presentador los recibió con entusiasmo, como si fueran una pareja de cuento.
—¡Bienvenidos, Alexander y Valentina! ¡Qué sorpresa esta noticia de compromiso! ¿Cómo ocurrió todo?
Valentina tragó saliva. Sintió la rodilla de Alexander rozar la suya bajo la mesa, como un aviso silencioso.
—Fue inesperado —dijo con una sonrisa ensayada—. Nos conocimos hace meses, pero… fue como un clic inmediato. Muy intenso. Innegable.
—¿Y quién dio el primer paso?
Alexander tomó su mano, con una expresión perfectamente armada.
—Ella. No pude resistirme a su carácter. Nunca conocí a alguien tan decidida.
Valentina contuvo la risa.
—Y yo nunca conocí a alguien tan... persistente —agregó ella con un tono ambiguo.
El presentador rió encantado. La química que fingían era tan convincente, que incluso ella misma se sintió extraña.
Al terminar, Valentina se apartó con rapidez, pero Alexander la sujetó del brazo.
—Muy bien hecho —dijo en voz baja.
—No me felicites. Esto apenas comienza.
Él asintió. Y por primera vez, en su mirada no hubo sarcasmo. Ni frialdad. Solo un atisbo de algo diferente.
¿Respeto?
¿Curiosidad?
¿Peligro?
Ella no lo sabía. Pero lo que sí entendía con claridad era que, desde ese momento, ya no era solo una mujer desesperada. Era la esposa del hombre más poderoso —y peligroso— de la ciudad.
Y ese juego, apenas había comenzado.