La frase se repetía en la mente de Valentina como un eco imposible de acallar:
¿Y si todo esto es solo el comienzo?
No pudo dormir. Pasó la noche en vela, recostada en el sofá de la biblioteca, mirando el techo mientras la penumbra se espesaba alrededor. Cada vez que cerraba los ojos, veía la tapa metálica del reloj abrirse sola, dejando escapar un resplandor rojo que la devoraba desde dentro.
El amanecer llegó sin aviso, tiñendo el cielo con un gris desvaído. Alexander no había dormido tampoco. Permaneció frente al escritorio, con la mirada fija en la computadora portátil, como si la pantalla pudiera darle respuestas que aún no existían. La rigidez de su postura decía más que cualquier palabra: estaba dispuesto a desgastarse hasta los huesos con tal de encontrar algo antes de que el tiempo se consumiera.
El tic invisible del reloj seguía martillando en la cabeza de Valentina. Se levantó con movimientos torpes y se acercó al ventanal. Afuera, la ciudad despertaba ajena a la tormenta q