Caminé por la oficina como si fuera dueña del lugar, aunque por dentro estaba rezando para no tropezarme con mis propios tacones. Atuendo corporativo impecable, cabello perfectamente rizado, labial rojo afilado como un cuchillo y la confianza al máximo nivel.
Los empleados miraban. Mucho. Susurraban también. Tal vez estaban impresionados, tal vez juzgando. Honestamente, no me importaba.
Mantuve la cabeza en alto. Paso tras paso, el tac-tac de mis tacones resonaba como una advertencia.
Después del “discurso motivacional” de Rafael —o lo que sea que fue— me sentía… renacida. Como si la Isla 2.0 hubiera llegado oficialmente. Nuevo software instalado: cero tolerancia a las lágrimas, modo supervivencia activado.
Me prometí que ya no iba a llorar. Ni por miedo, ni por enojo, ni por frustración. Ese pequeño ser creciendo dentro de mí merecía más que eso.
Iba a pelear. Pelear por mis diez mil millones, pelear por el futuro del bebé y pelear por un lugar dentro del imperio Del Fierro, les gust