Ambos nos separamos como si el teléfono fuera una sirena de policía anunciando una redada. El movimiento fue tan brusco que casi perdí el equilibrio.
Me quedé petrificada, clavada en el sitio, con los ojos desorbitados mirando a Adrián. Mi mano voló instintivamente hacia mi boca, tapando mis labios con el dorso, como si quisiera ocultar la evidencia del crimen, o quizás retener la sensación de su boca que todavía hormigueaba en la mía.
Adrián no estaba mejor. Me miraba con los ojos abiertos como platos, con una expresión de pánico absoluto. Tenía las manos elevadas en el aire, a la altura de los hombros y con las palmas abiertas, en ese gesto universal de yo no fui o soy inocente, aunque la culpa estaba escrita en cada línea de su cuerpo tenso.
Su respiración estaba totalmente entrecortada. Podía ver perfectamente cómo su camisa se tensaba y se aflojaba al ritmo frenético de su pecho; su estómago subía y bajaba como si acabara de correr una maratón. Y yo sabía que yo estaba igual, boq