Adrián sonrió y, por un acuerdo tácito, decidimos dejar de lado el drama emocional y comer tranquilos.
El momento siguiente fue sorprendentemente ligero. Adrián se esforzó mucho, y se le notaba, por que todo fuera normal. Nada de miradas intensas, nada de silencios incómodos ni dobles sentidos. Volvió a ser el Adrián ingenioso y charlatán de siempre, pero con una capa extra de amabilidad.
Hizo bromas sobre mi técnica con los palillos (que, admito, era terrible), me contó una anécdota ridícula sobre la vez que intentó cocinar paella y casi incendia su cocina, e incluso logró que me riera de la mancha de pollo en mi blusa, diciendo que era "arte abstracto de vanguardia".
Hubo risas. Risas genuinas que me ayudaron a digerir no solo la comida, sino también su confesión. Por esa media hora, fuimos solo dos quizás amigos compartiendo una cena en un país extraño.
Cuando terminamos, el cansancio me golpeó de repente. No era solo el jet lag del viaje a Tailandia; era el agotamiento emocional d