El aroma a café recién hecho y a pan crujiente recién salido del horno envolvía la mesa de la cafetería. Era una escena cálida, doméstica, un mundo fuera del caos de las compras y de la trascendental firma de horas antes. Elena, con los ojos brillantes de curiosidad, tomó un panecillo dorado, lo partió en dos—liberando un vapor delicioso—y le dio un mordisco con satisfacción.
—Entonces —comenzó, con una calma que resultaba sospechosa, —¿no me dirán qué hacían un jueves cualquiera a esta hora del día por el centro de la ciudad sin avisarme? —resultó ser más una acusación que una simple pregunta curiosa
Valeria y Gonzalo intercambiaron una mirada cargada de pánico silencioso sobre la mesa. Valeria jugueteó nerviosa con la taza de su café. Gonzalo, en un intento de ganar tiempo, agarró otro panecillo y empezó a comerlo con una concentración exagerada.
—Oigan… ¿me están ocultando algo? —apuntó con la mitad del panecillo partido
Valeria tomó un respiro profundo, como quien se prepara para