Su beso impetuoso acalló cualquier pregunta, pero los ruidos de su estómago me hicieron reír.
—Cocinemos, mi señor, que nos llevará un rato y temo que te me desvanezcas de hambre.
—Tenemos un problema. Si sigo descalzo, pescaré un resfriado. Y créeme que no quieres cuidar a un lobo resfriado.
—En el segundo arcón hay botitas de vellón para ti. Tráelas y yo te las pondré.
Me llevó de la mano hasta la mesa y continuó solo.
—Segundo arcón, segundo arcón —murmuró—. Imagino que te refieres a éste.
—El que huele a tela, no a comida.
—Ya, tiene sentido. ¿Y qué quieres del que sí huele a comida?
—Lo que quieras echar al caldero, mi señor.
—No creo que haya un oso aquí dentro, ¿no?
—Me temo que no, m