Las palabras de Nant flotaron en el silencio de la suite en Veracruz, una ofrenda de comprensión y empatía que buscaba más allá de la impenetrable fachada de Yago. Ella había desnudado su propia percepción de su dolor, de la fría soledad que imaginaba había marcado su infancia. El aire en la habitación se tensó, cargado con la expectativa de su reacción.
Yago permaneció inmóvil por un instante, su espalda aún vuelta hacia ella. Nant contuvo la respiración, temiendo una respuesta que confirmara su dureza, que rechazara esa vulnerabilidad que había osado ofrecer. Pero cuando Yago finalmente habló, su voz era calmada, desprovista de cualquier asomo de burla o irritación. Había sorpresa en su tono, sí, pero también una aceptación reflexiva.
—Nant —dijo Yago, su voz resonando con una profundidad inesperada, un eco de sus pensamientos más íntimos—. Entiendo que no conozcas mi mundo, que lo veas desde otra perspectiva. Y te agradezco esa visión, de verdad. Pero lo que dijiste sobre mi infanc