Cuando Yago y Nant finalmente llegaron a la cafetería del Hotel Central, un espacio elegante pero ruidosamente concurrido con el murmullo de las conversaciones matutinas, Joren ya los esperaba. Su figura alta y esbelta destacaba ligeramente entre los demás clientes, su expresión tensa y expectante. La atmósfera en el aire era densa, una tensión palpable que Nant percibió de inmediato, una opresión casi física que la hizo sentir incómoda y expectante. A medida que los dos hombres se acercaban el uno al otro, la preocupación creció en el pecho de Nant. Eran miradas serias, dignas de hombres de negocios a punto de cerrar un contrato de proporciones millonarias o de librar una batalla en la sala de juntas, donde cada palabra era una estocada. Había en ellos una confrontación de voluntades, un aura de poder latente que auguraba una explosión inminente, un choque de titanes. Lo más seguro, pensó Nant, era que esa frialdad calculada, esa capacidad innata de ocultar emociones y presentar una