La presencia de Nant era un bálsamo inesperado para Yago. Sus palabras, la confesión de su viaje y el uso de la tarjeta, lo hicieron sonreír genuinamente por primera vez en horas.
—No te preocupes por nada de eso, Nant —dijo Yago, dando un paso más cerca de ella, la voz suave y reconfortante—. Para eso te di la tarjeta. Y si llamaste a Carlos, hiciste lo correcto. No tenías por qué disculparte. Me alegro de que estés aquí.
Su mirada, aunque aún cansada, reflejaba una profunda gratitud. Luego, la preocupación se asomó. —¿Y tu familia? ¿Clara, Emilia? ¿Están bien? ¿Dónde están?
La pregunta de Yago hizo que Nant se sintiera un poco expuesta. Había viajado sola, dejando a su familia en Puebla, algo que ahora, bajo la mirada de Yago, le parecía una decisión impulsiva. Un nuevo rubor tiñó sus mejillas, extendiéndose por su cuello.
—Ellas... están bien —respondió Nant, su voz bajando un poco por la vergüenza—. Pero no están aquí. Llegué sola. Les pedí permiso a mi mamá y a Clara, y ellas me