El dulce aroma del té de manzanilla y las galletas caseras guió a Yago por el pasillo como si un hilo invisible lo arrastrara con suavidad. Sus pasos eran lentos, casi arrastrados, no solo por el cansancio físico que lo invadía, sino también por la inercia emocional de un día devastador. A esas alturas de la noche, lo único que deseaba era silencio. Paz. Un rincón donde soltar el peso de todo lo que lo acechaba.
Alzó la vista, esperando encontrarse con la presencia discreta de Albert, o en su defecto, con la serena soledad de su hogar. Nada más.
Pero entonces, se detuvo.
Ahí, sentada junto a la barra iluminada por una luz cálida y tenue, estaba ella.
Nant.
Por un segundo, Yago pensó que era una ilusión. Que el cansancio y el estrés lo habían empujado a imaginar algo hermoso para compensar tanto horror. Pero no. Nant estaba ahí, real, tangible, con sus ojos grandes y húmedos fijos en él. Una mezcla de ansiedad, ternura y devoción se reflejaba en su mirada. Como si llevara horas sentada