Mientras Albert se movía con la eficiencia silenciosa que lo caracterizaba, Yago permanecía en el recibidor, detenido por una mezcla de agotamiento físico y una sensación inesperada. Se había quitado el saco, lo había dejado colgado cuidadosamente sobre el respaldo del sillón más cercano, y se aflojaba la corbata como si fuera una soga que lo hubiese estado asfixiando durante todo el día. Pero algo más lo hizo detenerse.
Un aroma.
No era el familiar olor metálico del estrés que solía llevar pegado a la piel tras una jornada de reuniones. Tampoco era el olor tibio y denso del concreto de la ciudad, ni el del cuero pulcro y frío de los sillones del despacho. Era algo completamente diferente.
Una fragancia reconfortante y cálida flotaba en el aire. Suaves notas herbales, dulces, casi hogareñas. El perfume ligero del té de manzanilla se entremezclaba con algo más denso: mantequilla, vainilla, quizá un toque de canela. Galletas. Eso era. Té y galletas.
Yago frunció levemente el ceño, perpl