La suite privada del spa médico en Santa Fe estaba sumida en un silencio casi litúrgico, roto únicamente por el zumbido suave del calentador de cera y la respiración controlada de las tres mujeres presentes.
Para la enfermera y la esteticista, aquel momento era la rutina absoluta, la repetición mecánica de un oficio que habían perfeccionado hasta convertirlo en arte. Ellas no veían apellidos, ni imperios de la construcción, ni fusiones corporativas en la camilla. Habían realizado este mismo procedimiento cientos, tal vez miles de veces al día, a lo largo de los años. Sus manos enguantadas en látex habían tocado la intimidad de todo el espectro social de la Ciudad de México: desde las esposas de políticos que buscaban reavivar matrimonios moribundos, hasta actrices famosas que necesitaban estar impecables para una escena de desnudo; desde amantes secretas de alto perfil, hasta mujeres como la que yacía ahora frente a ellas, mujeres del calibre de Alina Korályova de la Vega, que se esco