El botón rojo emitió un clic apenas audible bajo la presión del dedo de Alina, pero en el silencio de la suite, resonó como el disparo de salida de una ejecución.
Casi de inmediato, la puerta se abrió. La enfermera entró con paso suave, seguida esta vez por otra mujer: la esteticista. Esta última llevaba un uniforme similar, guantes de látex ya puestos y una mascarilla que ocultaba la mitad de su rostro, dejando ver solo unos ojos concentrados y profesionales.
La enfermera se acercó a la camilla donde Alina aguardaba sentada, envuelta en la bata de seda como si fuera una armadura medieval.
—Señorita Quintana —dijo la enfermera, manteniendo la farsa del nombre, aunque sus ojos decían claramente que sabía a quién estaba atendiendo—. Por favor, acompáñenos a la zona húmeda de la suite.
Alina se puso de pie, sintiendo el frío del suelo en sus pies descalzos, y caminó los pocos pasos hacia un área separada por cristales esmerilados, donde una camilla ginecológica modificada para estética l