El sonido sordo y pesado de la puerta blindada al cerrarse cortó de tajo el bullicio de la costera, la música lejana de los clubes nocturnos y la humedad salada que se adhería a la piel en la noche tropical de Acapulco. Dentro de la SUV, el mundo cambió instantáneamente. El aire estaba fresco, purificado y silencioso, un microclima de seguridad absoluta diseñado para aislar a sus ocupantes de cualquier amenaza externa, ya fuera el calor del trópico o la mirada depredadora de una familia rival.
Carlos, con la eficiencia coreográfica que lo caracterizaba, rodeó el vehículo inspeccionando el perímetro con una mirada rápida antes de deslizarse en el asiento del conductor. El cierre de su puerta selló definitivamente la cabina. Encendió el motor, una bestia mecánica que respondió con un ronroneo apenas perceptible, vibrando suavemente a través del chasis reforzado.
Sin esperar, Carlos emprendió la marcha, alejándose de la entrada iluminada y ostentosa de "Altamira Bay". Las luces de neón d