Belém supo de inmediato que la vía de la confrontación estaba cerrada. La mirada inquebrantable de Javier, esa extraña mezcla de dolor honesto y voluntad férrea, le indicaba que su amenaza de divorcio no solo había fracasado, sino que había fortalecido la posición de su marido. No había espacio para la discusión ni para las lágrimas de cocodrilo; Javier había plantado bandera.
En ese momento de quiebre, Belém recurrió a la única herramienta en su arsenal que nunca le fallaba, la única que había refinado hasta convertirla en una ciencia: su cuerpo. Había aprendido, a fuerza de humillaciones y ascensos rápidos, que para algunos hombres su belleza no era un cumplido, sino un grito silencioso por poseerla, y eso era la moneda más valiosa que tenía. Sabía que Javier no era la excepción; el brillo febril en sus ojos y la reacción visible en sus pantalones se lo confirmaban.
La rabia y el llanto se disolvieron para dar paso a la seducción fría y calculadora. Belém cambió su postura de mujer