El comedor se había convertido en un campo de batalla donde Belém había ganado la tregua, pero no la guerra. Con un movimiento rápido, seductor y calculado, Belém agarró la mano de Javier y la guió. Primero, la presionó contra el escandaloso vestido, justo donde comenzaba el suave arco de su monte de Venus, un gesto que le robó el aliento. Luego, deslizó su mano por el contorno de su cadera, firme y curva.
Sin esperar respuesta, tomó la otra mano de Javier y colocó ambas firmemente en sus caderas. Al sentir la presión de sus palmas sobre su piel, Javier finalmente se puso de pie, su mente nublada por el deseo.
Belém no le dio tiempo a pensar. Lo guió fuera del comedor, subiendo las escaleras hacia la habitación. Su cuerpo era ahora un ancla, arrastrando a su esposo a la intimidad, aunque su mente flotaba a cientos de kilómetros de distancia, con la única arma masculina que anhelaba y extrañaba: el de Yago.
Al entrar en la habitación, el aire se sentía denso. El aroma de incienso que B