Cuando King terminó de hablar con los abogados, Belém lo vio entrar de nuevo en su oficina. El aire parecía más pesado, como si las paredes del despacho se hubieran encogido con el eco de la reunión. El murmullo de voces aún resonaba en su cabeza: frases secas, observaciones punzantes, recordatorios de errores cometidos. Ella había sido la protagonista del escrutinio, la señalada, la que cargaba con la mirada inquisitiva de todos.
Una oleada de furia le recorrió el cuerpo, mezclada con esa rabia que brota del orgullo herido. No podía permitir que la humillaran, no después de todo lo que había hecho por ese despacho, no después de sacrificar años de su vida, sus días y sus noches, para consolidar el prestigio del bufete en Veracruz. Sintió que la sangre le ardía en las venas, y sin pensarlo demasiado, se levantó y siguió a King hasta su oficina.
Al fin y al cabo, esa era su oficina. No la de él. No la de ninguno de esos hombres que pretendían corregirla. Esa oficina había sido el epice