Cuando King terminó de hablar con los abogados, Belém lo vio entrar de nuevo en su oficina. O, más bien, lo que hasta hacía apenas una hora había sido su oficina. El cristal esmerilado de la puerta aún tenía su nombre grabado en dorado, un recordatorio cruel de lo efímero del poder. Ella, sintiendo una nueva oleada de furia—una mezcla tóxica de humillación reciente y orgullo hervido—lo siguió sin pensarlo dos veces. Al fin y al cabo, ese espacio, con su olor a libros legales antiguos y a café de calidad, era el testigo mudo de sus madrugadas, sus triunfos y su sudor. Era su territorio, y ella no se retiraría como una derrotada, sino como una general que abandona el campo de batalla por su propia voluntad.
Se plantó frente al imponente escritorio de caoba, un mueble que King había heredado de su propio mentor y que parecía absorber la luz de la habitación. Su voz, cuando por fin habló, no tembló; estaba llena de una amargura tan densa y afilada que no hubiera podido ocultarla aunque qui