La noche había caído sobre la majestuosa mansión de los Castillo, una quietud tensa que seguía a la partida de Yago y al cansado retiro de Ludwig a sus aposentos. El eco de sus pasos había dejado un vacío en los pasillos de mármol, pero en la mente de Diana, no había espacio para la calma. El reloj en su mente no marcaba las horas de la noche, sino el clímax de una victoria que había planeado y cultivado durante años. Con una sonrisa triunfante, un brillo satisfecho en los ojos y una postura erguida que denotaba poder, llamó a sus dos hijos a la sala principal.
"Joren, Heinz, siéntense", ordenó Diana, su voz un susurro de autoridad que no admitía réplica.
La sala, con sus muebles elegantes, tapices de seda y una iluminación tenue que resaltaba los cuadros de antiguos presidentes de CIRSA, parecía el escenario perfecto para un acto final. El silencio era solemne, solo roto por el suave crepitar de la chimenea. Los dos jóvenes se sentaron, uno al lado del otro, sus miradas fijas en su m