El silencio en el despacho de Ludwig Castillo era solo el eco de una verdad dolorosa y de un plan maquiavélico. Yago se quedó de pie, observando a su padre, un hombre que parecía haber envejecido diez años en los últimos diez minutos. La expresión de Ludwig, una mezcla de traición, dolor y una nueva y fría sospecha, era una imagen que Yago no olvidaría. El puro, que había caído al suelo, era el símbolo de un imperio que se estaba desmoronando desde dentro.
De repente, el sonido de la puerta al abrirse rompió el tenso silencio. Diana entró, su rostro adornado con una sonrisa de victoria que se sentía como una burla cruel. Estaba convencida de que su plan había triunfado, que Yago había entregado el poder y que sus hijos, Joren y Hainz, estaban a un paso de tomar el control total de CIRSA. Su mirada se posó en Yago, luego en Ludwig, y su sonrisa se hizo más grande.
—¿Entonces? ¿Se quedan a comer? —preguntó Diana, su voz alegre, su actitud de anfitriona perfecta—. La comida estará lista