El eco de las palabras de Yago flotaba en el aire del despacho de Ludwig Castillo, pesadas como plomo. La revelación de la estrategia de Diana, su plan de manipular el legado familiar, había dejado a Ludwig en un estado de shock. Se sentía traicionado, desilusionado, pero al mismo tiempo, una nueva emoción se apoderaba de él: un profundo respeto por la astucia de su hijo. Yago, el joven que había sido subestimado, se había convertido en el guardián de la familia.
Yago, sin inmutarse, se mantuvo de pie frente al sillón de su padre, su mirada penetrante y segura. La confrontación había terminado, la verdad había sido revelada, y ahora era el momento de la decisión.
—Padre, ahora que sabes lo que planeo —dijo Yago, su voz firme, sin un rastro de duda—, ¿tengo tu voto en la junta?
Ludwig, que había estado observando a su hijo con una expresión de asombro, se levantó de su asiento. Se acercó a Yago, sus ojos escudriñando su rostro, analizando cada detalle, cada movimiento. Vio la convicció