El aire en el despacho de Ludwig Castillo estaba cargado con el aroma a puro de tabaco añejo y la frescura que entraba por las ventanas abiertas. Los dos hombres se sentaron en sus sillones, uno frente al otro, el ajedrez de Fabergé brillando en el centro de la mesa. Las piezas de oro, diamantes y esmalte parecían cobrar vida bajo la luz de la lámpara. Era más que un juego; era un duelo de voluntades, un ritual sagrado que solo ellos dos compartían.
Ludwig estiró ambos brazos con los puños cerrados enfrente de Yago. Era el primer movimiento de un juego que no se jugaba en el tablero, sino en el corazón de la familia Castillo. Yago, entendiendo la señal, señaló la mano derecha de su padre, su mirada fija en ella. Ludwig sonrió, un brillo de astucia en sus ojos, y giró el puño, abriendo la mano. En la palma, descansaba una pieza de ajedrez de ébano, la pieza negra. Yago había elegido jugar con las piezas negras, el rol del defensor, el que se adapta al juego del oponente. Una risita de