El eco de la risa de Diana aún resonaba en el amplio despacho de Ludwig Castillo. La mujer, llena de una euforia mal disimulada, se había apresurado a salir de la oficina, creyendo firmemente que la victoria estaba en sus manos. Yago había entregado el poder, y sus hijos, Joren y Heinz, estaban a punto de tomar las riendas de la compañía. Para Diana, esa era la victoria final, el fruto de años de intrigas y manipulaciones. Su sonrisa de triunfo, su abrazo desmedido, había sido su canto de victoria.
Pero Ludwig, con una expresión de suspicacia en el rostro, no compartía el mismo sentimiento. Su mirada, que antes había estado perdida en la resaca, ahora estaba clara, aguda y llena de una astucia que solo los años de experiencia en los negocios podían forjar. Se levantó de su imponente escritorio de caoba, sus movimientos lentos, deliberados, y se acercó a su hijo, su mirada fija en él. El silencio en la oficina se hizo más denso, más pesado.
—Yago —dijo Ludwig, su voz baja, casi un murm