La imponente camioneta de Yago se alejaba lentamente de la modesta casa de Nant. El sol de la tarde comenzaba a ceder su lugar a un crepúsculo dorado que pintaba el cielo con tonos anaranjados y violetas sobre el tranquilo barrio. El suave murmullo del motor y el silencioso profesionalismo de Carlos al volante contrastaban con la tormenta de pensamientos que se arremolinaban en la mente de Yago.
Había sido una tarde memorable, llena de calidez y una inesperada conexión con la familia de Nant. El almuerzo, a pesar de la pregunta directa de la hermana menor, había sido un éxito rotundo, un momento de felicidad genuina que Yago atesoraba. Sin embargo, por debajo de esa alegría, una creciente tensión lo oprimía. La confrontación con su madre, Theresia, esa misma mañana, y la decadencia de su padre, Ludwig, eran un peso constante. Sabía que no podía posponer más la conversación con su padre. Su decisión de proteger a Nant de los conflictos de su propia familia se había convertido en una pr