Carlos detuvo la imponente camioneta de Yago frente a la entrada principal del hotel. Las luces de la marquesina, diseñadas para un efecto de lujo discreto, bañaban la acera con un resplandor ámbar. Yago asintió a Carlos en señal de agradecimiento, una gratitud silenciosa que el chofer entendía perfectamente. Carlos había sido un testigo mudo de la montaña rusa emocional del día, y su discreción era un regalo invaluable. Con un gesto de despedida, Yago salió del coche y se adentró en el lobby. La noche había caído por completo sobre Puebla, y el bullicio de la ciudad se filtraba apenas a través de las puertas giratorias, un eco lejano que no perturbaba la tranquila serenidad del interior.
El ascenso en el ascensor privado al penthouse fue un momento de soledad forzada. Las paredes de espejo reflejaban su rostro pensativo, una expresión de cansancio y preocupación que contrastaba con la imagen de poder y control que proyectaba al mundo exterior. Subió al penthouse, un espacio de techos