El suave tic-tac del reloj de pulsera que Nant le había regalado el día anterior resonaba en el silencio del penthouse, o al menos, así le parecía a Yago. No era un sonido real, sino el eco de la conciencia del tiempo que se agotaba. Era una pieza de ingeniería exquisita, con una esfera oscura y manecillas luminosas que brillaban con discreción. Nant había elegido el modelo perfecto, uno que combinaba la elegancia atemporal con una modernidad sutil, y Yago lo había llevado desde el momento en que se lo puso. Ahora, al ver la manecilla de los minutos, se dio cuenta de que ya había pasado la media hora desde su llamada. Eso significaba que Theresia, su madre, estaba a punto de llegar.
Una sensación de anticipación, mezclada con una pizca de la familiar tensión que siempre acompañaba la presencia de su madre, se instaló en Yago. Theresia era una fuerza de la naturaleza, una mujer de negocios formidable y una madre protectora, a veces hasta el extremo. Su visita, aunque esperada, siempre