Al día siguiente, el sol de Puebla se sentía menos acogedor para Nant. La resaca emocional de la noche anterior, con los gritos de Clara y Daniel resonando aún en su cabeza y el llanto de Emilia en el baño, era pesada. Yago, quien, tras la tensa confrontación y la sorprendente cena con su padre Ludwig la noche anterior, había pernoctado en el Club Residencial El Refugio, se había presentado temprano en casa de Nant. Su mirada, aunque cargada con el peso de sus propias batallas familiares, estaba llena de genuina preocupación por ella.
Estaban en la sala de Nant, el eco de la discusión parental ya silenciado, pero la atmósfera seguía densa con el dolor residual. Yago, sentado a su lado en el sofá, tomaba su mano, intentando infundirle algo de su propia calma. —Sé que es difícil, mi amor —le dijo Yago, acariciando su pulgar—. Pero esto pasará. Eres fuerte. Y Emilia también lo es.
Nant asintió, su rostro pálido. —Es solo que... verlos así. Y Emilia... no puedo protegerla de esto. No hay