Justo cuando Yago concluyó su arriesgada, pero brillante, exposición y Theresia inclinó la cabeza en señal de aprobación, el mesero Miguel se acercó a la mesa con una bandeja cargada. Con movimientos fluidos y silenciosos, depositó el café americano humeante, el vibrante cóctel de frutas y el jugo fresco de naranja y zanahoria frente a Theresia. Para Nant, sirvió una delicada taza de porcelana con el té de manzanilla de estilo inglés, su vapor aromático ascendiendo suavemente.
Theresia tomó un sorbo de su café, su expresión ahora serena, casi pensativa. La furia había dado paso a una astuta contemplación. Cuando sus ojos se encontraron con los de Yago, Theresia le brindó un sutil, casi imperceptible, asentimiento de cabeza, un gesto que confirmaba su apoyo a la audaz estrategia de su hijo. Era la señal que Yago esperaba. La matriarca, siempre calculadora, había digerido la amarga píldora de la intromisión de Diana y Ludwig en los asuntos de CIRSA, para ver la ventaja estratégica que Y