Miranda estaba a punto de apagar la lámpara de la mesita de noche, intentando encontrar algo de paz en el sueño, cuando la puerta de su habitación se abrió de golpe.
El sonido la hizo saltar en la cama, protegiéndose el brazo herido por instinto. Allí, en el umbral, recortado por la luz del pasillo, estaba Alec. Se veía terrible. La camisa blanca estaba desabotonada y manchada de licor, el cabello revuelto como si se hubiera pasado las manos por él mil veces, y sus ojos azules estaban inyectados en sangre, vidriosos y desenfocados.
El olor a alcohol inundó la habitación antes de que él diera el primer paso.
—Miranda... —balbuceó, su voz pastosa y quebrada.
Ella se tensó, sentándose con dificultad.
—Alec, estás borracho. Sal de aquí.
Él ignoró su orden. Se tambaleó hacia la cama, pero no con agresividad, sino con una desesperación patética. Al llegar al borde, sus piernas fallaron y cayó de rodillas sobre la alfombra, aferrándose a las sábanas como un náufrago a una tabla.
—Por