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Apenas Edward salió de la habitación, dejando tras de sí un rastro de inocencia que se disipó rápido en el aire viciado de tristeza, el teléfono de Miranda comenzó a vibrar sobre la mesita de noche.

Era Vera. Su amiga, siempre con un sexto sentido para los momentos de crisis, no había tardado en enterarse de su regreso.

—¡Miranda! —exclamó Vera al otro lado de la línea, con la voz llena de alivio y energía—. Por fin te han dado el alta. ¡Quiero saberlo todo! Dime que ya estás instalada y que te sientes mejor.

Miranda se acomodó en las almohadas, sintiendo cómo el cansancio emocional pesaba más que el yeso en su brazo.

—Sí, Vera... desafortunadamente ya estoy en casa —admitió con un susurro ronco, incapaz de fingir entusiasmo—. Pero si te soy sincera... realmente no me siento bien. Personalmente, la verdad es que estoy destrozada.

El silencio al otro lado de la línea fue breve pero cargado. La alegría de Vera se transformó en preocupación instantánea.

—¿A qué te refieres exactamente, a
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