Beatrice apenas podía mantenerse en pie. En su lujosa pero solitaria habitación de hotel en París, la botella de vino vacía rodaba por la alfombra mientras ella sostenía otra a medio terminar. El alcohol nublaba su vista y arrastraba sus palabras, pero su mente, retorcida y paranoica, seguía maquinando.
Marcó el número. Era una llamada internacional que cruzaría el océano para detonar una bomba.
Elizabeth Radcliffe vio la pantalla de su celular iluminarse con un número desconocido. Frunció el ceño, extrañada, pero algo en su instinto le dijo que debía contestar.
—¿Diga?
—¿Acaso... eres estúpida, Elizabeth? —La voz al otro lado sonó pastosa, arrastrada, pero inconfundiblemente maliciosa.
Elizabeth se quedó perpleja. Un escalofrío le recorrió la espalda al reconocer ese tono que se había convertido en su pesadilla personal.
—¿Beatrice? —susurró con incredulidad.
Una risa estridente y desequilibrada resonó al otro lado de la línea.
—¡Por supuesto que soy yo, querida suegra! ¿Qué otra per