Motivada por la salida y la victoria sobre su "enemiga", Miranda se apresuró a arreglarse. Quería sacudirse la imagen de la mujer sufrida y tensa de los últimos días. Rebuscó en su armario y eligió un vestido hermoso, de una tela ligera que se ceñía a su cintura y caía con elegancia, resaltando su figura. Se sentó frente al tocador y, con cuidado, delineó sus labios con un tono carmesí vibrante. Al mirarse al espejo, sonrió. Se sentía bonita, recuperada, poderosa.
A la una en punto, el claxon del auto de Vera sonó afuera. Miranda salió, y apenas abrió la puerta del copiloto, su amiga soltó un silbido de admiración.
—¡Por Dios, mujer! —exclamó Vera, bajándose las gafas de sol para mirarla mejor—. ¿A quién planeas matar de un infarto hoy? Te ves espectacular. Ese vestido te queda de infarto.
Miranda rió, subiéndose al auto.
—Tú no te quedas atrás, Vera. Me encanta esa blusa, te hace lucir tan estupenda.
—Hacemos lo que podemos —guiñó Vera, arrancando el auto—. Pero tú... tú tienes un