Alec se acercó a Edward y le revolvió el cabello con una sonrisa forzada.
—No, no pasa nada, hijo. —Luego miró a Miranda con una expresión que mezclaba desdén y una sutil molestia por el reclamo que acababa de recibir.
Sin decir una palabra más, tomó a Edward de la mano.
—Vamos, Edward. Vamos a ver la piscina. ¿Te parece?
—¡Sí, papá! —exclamó el niño, feliz de la distracción.
Alec salió de allí con el niño, dejando a Miranda sola.
Ella se quedó allí, parada en medio de la suntuosa sala de estar, observando la puerta por donde acababan de salir. La rabia y la frustración la alcanzaron de nuevo. Se dejó caer sobre el inmenso y suave colchón de la cama principal, resoplando sonoramente.
El silencio de la villa era opresivo, a pesar del hermoso sonido del mar que se filtraba por la ventana. Estaba atrapada: atrapada en el lujo, atrapada con el hombre al que detestaba, y atrapada en una farsa para un niño que, irónicamente, la hacía dudar de su propia resolución.
Estaba molesta. Él se h