Elizabeth abrió los ojos de golpe después de haber tomado una siesta que terminó convertida en una pesadilla. Sentía que el corazón latía demasiado rápido y el sudor perlaba su frente. Había soñado otra vez con ese pequeño niño, Edward. El niño, inevitablemente presente en su mente, hacía que su cabeza diera vueltas.
Se sentía paranoica y volvía a tener ese tipo de pensamientos que la llevaban a un dilema mental peligroso.
Una vez más, era arrastrada por la misma sensación. Volvió a pensar en ella, en Miranda, en su llanto... y en ese día que Miranda había perdido al bebé.
El aire del hospital era frío, más frío que el de cualquier invierno, y olía a antiséptico y a desesperación.
Elizabeth estaba allí, de pie junto a la cama de hospital. Miranda yacía pálida, con la mirada perdida y el dolor grabado en sus facciones. Estaba sollozando en silencio, destrozada, después de que el doctor confirmara la pérdida.
Elizabeth la miró con una frialdad cortante, sin ofrecer consuelo alguno. Se