En una celda de prisión de máxima seguridad, Elizabeth Radcliffe caminaba de un lado a otro, con la misma furia contenida con la que solía pasear por el penthouse corporativo. Sin embargo, aquí su autoridad era nula, y sus gritos se perdían sin ser escuchados.
—¡Exijo hablar con el director de esta institución! ¡Esto es indignante! —gritaba Elizabeth a través de los barrotes a un guardia imperturbable—. ¡Estas condiciones son deplorables! ¡Pido un cambio de celda inmediatamente, mi abogado ya debe estar en camino para sacarme de este infierno!
Un oficial, que ya había lidiado con la mujer varias veces desde su ingreso, se acercó a la celda con calma.
—Señora Radcliffe, cálmese. Sus peticiones serán evaluadas a su debido tiempo. Está en una prisión federal; no podemos ofrecerle comodidades de hotel —le pidió el hombre, con cansancio visible.
—¡Usted no sabe quién soy yo! —vociferó Elizabeth, aferrándose a los barrotes, su impecable traje de diseño ahora arrugado y manchado, sus u