Miranda estaba sentada en el tocador, peinando su cabello con movimientos lentos y meditativos. Su rostro reflejaba la seriedad que había adoptado desde hacía semanas; la misma rigidez que había usado para soportar la "ley del hielo" autoimpuesta por Alec. Seguía molesta por las palabras duras que él le había dicho en el pasillo, sintiéndose no solo despreciada, sino también juzgada por su preocupación maternal.
De repente, la puerta de la habitación principal se abrió. Miranda levantó la vista y se quedó petrificada. Alec no había entrado en esa habitación para dormir desde el día de su gran enfrentamiento. Él había preferido el sofá de su estudio, eludiendo la intimidad y la inevitable conversación.
Alec entró sin decir una palabra. Cerró la puerta con suavidad y comenzó a desabrocharse la camisa, como si su presencia allí fuera la cosa más natural del mundo.
—¿Qué haces? —cuestionó Miranda, su voz apenas un susurro de sorpresa.
Alec se detuvo, sin mirarla directamente, pero su