Al día siguiente.
Nubes grises se alzaban sobre la ciudad como una cortina de juicio. Las calles, normalmente tranquilas a esa hora, se llenaban de una tensión inquietante. Docenas de hombres estaban desplegados en cada cruce, callejón, azotea y edificio. Sus trajes negros, gafas de sol y auriculares los hacían parecer más agentes de élite que simples matones a sueldo.
El mayordomo, un hombre mayor con rasgos afilados, cabello canoso y la calma de alguien que ha visto demasiadas cosas, caminaba entre ellos con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
—A sus puestos —rugió—. Quiero un bloqueo total. Nadie debe entrar ni salir. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondieron los hombres en coro, con voces claras y en alerta.
Uno de los guardias más jóvenes se acercó tímidamente. —Señor... ¿no le estamos dando demasiado protagonismo a estos ladrones? Esta configuración es como prepararse para un desfile real.
Algunos de los demás se rieron, pero el mayordomo no. Exhaló un penacho de humo d