Victor Harlan no esperó a la ambulancia.
En cuanto Elias Verrick irrumpió en la sala contigua y le explicó la situación con frases entrecortadas y de pánico, el profesor ya se había puesto en marcha. Agarró su maletín del suelo, se abrió paso a empujones entre los invitados atónitos y corrió hacia el salón de baile.
Para cuando hincó una rodilla junto al cuerpo desplomado, el ambiente en la habitación ya se sentía pesado. Las conversaciones habían muerto. La música se cortó, en la mitad de una nota. Decenas de invitados permanecían inmóviles, conteniendo el aliento, sin saber si presenciaban una emergencia médica o el fin de una era.
Las manos de Victor se movían rápido; eran expertas, seguras, pero tensas por la urgencia. Le aflojó el cuello de la camisa a Xander Verrick, le revisó el pulso y luego pasó una pequeña linterna por cada ojo. Cuanto más trabajaba, más arrugaba la frente con preocupación.
Tardó menos de un minuto. Y cuando se puso de pie, su expresión lo dijo todo antes de