Había sido un día vertiginoso para Jaden y los suyos, una verdadera montaña rusa emocional.
Abandonaron el banquete de los Verrick con el estómago vacío y el corazón lleno de amargura, con la dignidad magullada por las burlas y el desprecio. Pero el destino tenía un sentido del humor retorcido.
Horas después, se encontraron sentados a una mesa privada, sirviéndose plato tras plato de una comida tan exquisita que hacía que el festín del banquete pareciera sobras recalentadas.
El ambiente era cálido, lleno de risas y el tintineo de los cubiertos. Por primera vez en el día, reinaba la paz. Quizás por primera vez en semanas, se sentían humanos de nuevo.
La comida estaba perfecta. Cada bocado borraba un poco de la humillación que habían pasado. Y con cada sorbo de vino, los nudos en sus pechos se aflojaban un poco más. Jaden observó a su hija sonreír con salsa embarrada en la mejilla y, por un breve instante, el mundo dejó de girar.
Pero mientras en una mesa encontraban alegría en la paz,