Capítulo Cincuenta y Tres. Nadie me dice lo que tengo que hacer.
La lluvia no tardó en romper el cielo.
El castillo se cubrió de sombras líquidas, con relámpagos que hacían temblar las vidrieras y truenos que rugían como antiguas bestias reclamando el mundo. En los pasillos, los sirvientes se movían con rapidez, cerrando ventanas, asegurando puertas y apagando antorchas que chispeaban con riesgo.
En la sala de guerra, Rowan y Kael acababan de regresar. Ambos empapados, los ropajes pegados al cuerpo y el barro adornando sus botas. Pero lo que traían con ellos pesaba más que el agua.
—¿Estás seguro? —preguntó Rowan por tercera vez.
Kael dejó caer la trenza sobre la mesa. Las hebras doradas seguían intactas, como si el tiempo no las hubiese tocado.
—Tan seguro como que estás vivo —murmuró.
Solene, que había sido llamada con urgencia, observaba la escena desde la esquina, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa. No dijo nada. Pero cuando los ojos de Kael se encontraron con los suyos,