*—Uriel:
El trayecto hasta las torres residenciales fue silencioso. Uriel se aferraba al cinturón con las manos temblorosas. Por momentos, las lágrimas volvían, suaves, como lluvia que no se detiene. Cameron no dijo nada. Solo condujo.
Cuando llegaron, Uriel tragó saliva con fuerza. Le dolían las manos de tanto apretarlas. Las torres se alzaban frente a él como monstruos llenos de recuerdos. Miró la hora: las cuatro de la tarde. Danny no debería estar en casa, pero… ¿y si lo estaba?
—Tal vez debería haber llamado a la oficina —murmuró, pero Cameron ya estaba fuera del vehículo.
—Todo estará bien, Uriel —dijo su amigo, tomando su mano con firmeza.
Subieron en silencio. El ascensor subía lento, eterno, pero Uriel se aferró a esa mano como si fuera un ancla.
Cuando llegaron al piso, Uriel sintió que el corazón le martillaba en el pecho. Su mirada se clavó en la puerta de Danny. Cerrada, pero eso no le tranquilizaba.
Tecleó el código de su apartamento con manos temblorosas. Cuando