*—Uriel:
Con el mentón en alto y el porte orgulloso, Uriel entró en la oficina de la ilustre y peligrosamente sobrevalorada abogada Erika Jeggings. Entró como quien entra a su propio terreno de caza. Se sentó con elegancia frente al escritorio aún vacío, cruzando una pierna sobre la otra con paciencia medida. Erika no había llegado todavía, pero eso no le preocupaba.
A su lado, Berg O’Brien, vestido con un impecable traje gris a medida, se acomodó sin prisa en la silla contigua. Irradiaba poder, amenaza y ese aura sutil pero letal de un depredador legal. El tiburón más temido del país. Erika lo sabía. Por eso había aceptado la cita, pero se llevaría una sorpresa: esto no era una oferta profesional… era una sentencia.
La nueva asistente de Erika, una joven con cara de becaria confundida y ojos de cervatillo acorralado, apareció en la puerta.
—¿Desean algo de tomar? —preguntó, con una sonrisa que no le alcanzaba los ojos.
—No, gracias —respondió Uriel, con una cortesía tan fría q