Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 4
Tan pronto como Alexander salió y desapareció de la vista, Ethan soltó el aire con fuerza, dejó la pajarita sobre el respaldo del sofá y movió la cabeza, riendo solo. —Viejo gruñón… —refunfuñó, tomando el vaso de whisky de nuevo y girando el líquido con movimientos perezosos. Tomó un largo trago, recostándose en el sofá, mirando al techo como quien no estaba en absoluto preocupado por exigencias, amenazas o esa historia de "convertirse en un verdadero Blake". —Prometido… —repitió para sí, medio riendo, medio burlándose de su propia situación—. Qué se le va a hacer. —Se levantó, bebió el resto del whisky, tomó la pajarita del sofá y subió las escaleras, silbando, como si nada en el mundo pudiera realmente afectarlo. *** Mientras el secretario describía la agenda del día, Alexander estaba allí… y, al mismo tiempo, no estaba. Sus ojos observaban la ciudad a través de la enorme ventana de vidrio, pero su mente… Su mente estaba atrapada en ella. En el dulce aroma de su cabello rizado. En el sabor de su piel suave. En la forma en que gemía, temblaba, se entregaba, como si ese cuerpo hubiera sido hecho a medida para él… —¿Señor? —La voz del secretario lo trajo de vuelta. Alexander parpadeó, apretó los ojos y volvió el rostro lentamente, disimulando lo más posible. —Gracias, puede salir. Tan pronto como la puerta se cerró, se alejó de la ventana, respirando hondo, pasándose la mano por el cabello. Todo su cuerpo en llamas. El autocontrol… al límite. —Maldición… ¿qué me has hecho, Isadora? —gruñó, apretando los ojos, sintiendo su propio deseo pulsando, desafiando toda la frialdad que siempre creyó dominar. Estaba a punto de sentarse, obligándose a concentrarse en los contratos sobre la mesa, cuando el teléfono corporativo sonó. La pantalla mostraba un número internacional, directo de la sede en Estados Unidos. Atendió y la voz del otro lado no perdió tiempo con formalidades: —Señor Blake, lamento informarle, pero necesitamos que regrese de inmediato. Surgió un problema serio en la matriz. Alexander apretó los ojos. —¿Qué tipo de problema? —preguntó, girando lentamente en la silla, ya previendo que su estadía allí tenía los días contados. —El contrato de la fusión con el Grupo Highland… salió mal. Hubo incumplimiento de cláusulas, los accionistas amenazan con retirarse. Necesitamos al señor en persona. Él respiró hondo, pasándose la mano por la barbilla. —Preparen mi jet. Parto hoy mismo —respondió, seco, antes de colgar. Se levantó, caminó hasta la ventana y enfrentó el horizonte de la ciudad extranjera. Parte de él quería resolver ese caos, porque los negocios eran su imperio, su oxígeno. Pero la otra parte… la más silenciosa y, hasta entonces, desconocida… no quería ir. Quería encontrarla. Necesitaba encontrarla. —Maldición… —refunfuñó, tomando el celular y abriendo las actualizaciones del guardaespaldas. Aún ninguna información relevante más allá de su nombre—. Isadora Ribeiro… ¿quién eres? —murmuró, apretando el aparato en su mano. El asistente entró junto con el guardaespaldas. —El jet estará listo en dos horas, señor. Alexander asintió con la cabeza, tomando la chaqueta. —Excelente. Prepárenme también todos los informes. Y mantengan la búsqueda de ella. Incluso después de que yo parta, quiero… todo —su voz sonó firme, casi sombría. —Perfecto, señor —dijo el guardaespaldas. Él salió. *** Mientras tanto… Isadora estaba sentada en la oficina del hospital, escuchando a la trabajadora social explicar los trámites por el fallecimiento de su tío. La mirada perdida, sosteniendo los papeles sin realmente leerlos. Por fuera, parecía que estaba presente. Por dentro… estaba hecha pedazos. Había perdido todo. A su tío. La base. La única estabilidad que tenía en ese país. Y, para empeorarlo, el peso de lo que había hecho la noche anterior no se iba de su piel. —Y ahora… ¿qué voy a hacer con mi vida? —susurró, apretando los ojos, conteniendo el llanto. Isadora salió del hospital, sosteniendo una carpeta de documentos que, para ella, más bien parecía el certificado de que su vida se había derrumbado de una vez por todas. Cruzó la calle como quien camina en automático. Tomó un taxi hasta el pequeño apartamento que compartía con su tía. En cuanto entró, miró la sala y sintió un nudo apretarse en el corazón. Todo allí parecía… diferente. Vacío. Sin vida. Caminó hasta la habitación, abrió el armario y sacó un vestido negro, sencillo, de luto, que parecía traducir exactamente cómo se sentía. Lo colocó sobre la cama y, mientras buscaba los zapatos, miró su propio reflejo en el espejo. Su rostro estaba pálido, abatido… pero no solo por el dolor de la pérdida. También por la vergüenza. Por la culpa. Por el miedo a lo que estaba a punto de enfrentar. Su tía. Y su prometido. "¿Cómo voy a contarlo? ¿Cómo… voy a mirarla a los ojos y decirle que ya no soy… pura?" —pensó, llevándose la mano a los labios, intentando contener el llanto. El arrepentimiento y el peso del duelo la estaban enloqueciendo. ¿Acaso él… mi prometido… me perdonaría? ¿Aceptaría a alguien que… ya no era completamente suya? Tragó saliva, cerró los ojos con fuerza e intentó empujar todos esos pensamientos al fondo de su mente. —Ahora no. Ahora necesito ser fuerte —se susurró a sí misma. Tomó el vestido, fue al baño, se desvistió, dejó caer el agua intentando lavar su cuerpo… pero no había agua en el mundo capaz de lavar las marcas de aquella noche. El auto se detuvo frente a la capilla. Su corazón parecía demasiado pequeño para tanto dolor. El féretro estaba en el centro, rodeado de flores. Al verlo, el nudo en la garganta se apretó. —Tío… —susurró, apretando sus propias manos, intentando ser fuerte. La ceremonia fue rápida y dolorosa. Cada palabra del sacerdote la destruía más por dentro. Y, cuando llegó el momento del entierro, ver el féretro siendo bajado a la tierra fue como enterrar una parte de sí misma. El camino de regreso se hizo en absoluto silencio. Ella intentaba controlar el llanto, apretando las manos en su regazo, mientras su tía miraba por la ventana, con una expresión que parecía más cargada de rabia que de duelo. En cuanto llegaron al pequeño apartamento, la tía entró primero, se quitó el velo del cabello con un gesto brusco y comenzó a caminar de un lado a otro, claramente al borde del colapso. De repente, se volvió, lanzando una mirada afilada a su sobrina. —Ahora vas a decirme… ¿con quién estuviste anoche? —disparó, sin ningún rastro de delicadeza—. Y no me mientas —señaló con el dedo, temblorosa de rabia—. Vi… el moretón en tu cuello. Tu cabello no lo cubre por completo. Isadora sintió que su rostro ardía. Se llevó la mano al cuello, como si intentara, inútilmente, esconder lo que ya estaba expuesto. —Tía… —intentó hablar, pero la voz le falló. —¡Cállate! —gritó, golpeando la mano sobre la mesa, haciendo temblar la poca vajilla. La tía caminaba de un lado a otro, se apretó las sienes, respirando hondo. —¿Cómo vas a contarle esto… a tu prometido? —preguntó, jadeante, casi a gritos—. ¡Lo arriesgaste todo, Isadora! ¡Todo! Este pequeño apartamento donde vivimos, el poco dinero que ganaba tu tío… —su voz falló, y apretó los ojos, intentando contener las lágrimas, pero no pudo—. Teníamos la oportunidad perfecta de ganar cinco millones de dólares con este matrimonio… y tú… —la voz salió temblorosa, ahogada en lágrimas—… ¡lo arruinaste todo! —Tía… yo… yo no quise… —intentó, pero fue interrumpida. —¡Cállate! —gritó de nuevo. Silencio. Entonces, miró nuevamente a su sobrina, hizo una pregunta que hizo girar el mundo de Isadora: —¿Tú… al menos usaste condón? El suelo pareció desaparecer bajo los pies de Isadora. El estómago se revolvió. Su rostro quedó completamente sin color. Porque se dio cuenta de que… ni eso sabía responder.






