Capítulo 3

Capítulo 3

El sonido de la puerta abriéndose interrumpió la tensión en el aire, haciendo que Isadora respirara un poco. El médico entró, sosteniendo una tablilla contra su cuerpo, el semblante cerrado, la mirada seria.

—¿Familia del señor Ribeiro? —preguntó, mirando directamente a Isadora y su tía.

Ambas se levantaron de inmediato, el corazón acelerado, conteniendo la respiración.

—Desafortunadamente… no resistió —informó con la voz entrenada para dar malas noticias, pero que nunca sonaba menos cruel—. Hicimos todo lo que estaba en nuestras manos. Fue rápido… no sufrió.

El suelo simplemente desapareció bajo los pies de Isadora. Su corazón se apretó. Las lágrimas subieron, pero no caían. Su mente parecía dividirse en dos mundos: uno, destrozado por el dolor… el otro, aún completamente trastornado por la noche anterior.

Se sostuvo en la silla, intentando no desmoronarse. Su único tío de sangre, se había ido.

***

Dentro de la mansión Blake, Alexander caminaba de un lado a otro en el despacho, tenso, irritado, la mandíbula apretada, los puños cerrados. El jefe de seguridad entró, acompañado por dos hombres más.

—¿Y bien? —disparó, impaciente.

—Señor, hicimos un barrido completo. Preguntamos a los organizadores, a los invitados… nadie la conocía.

Alexander se detuvo.

Se volteó lentamente, los ojos entrecerrados y peligrosos.

—¿Cómo que… nadie?

El jefe de seguridad sostuvo la tableta en sus manos y respiró hondo antes de responder.

—Ella estaba en la lista de entrada, señor. Nombre completo: Isadora Ribeiro.

Alexander cruzó los brazos, frunciendo el ceño.

—Ribeiro… —repitió en voz baja, intentando sacar algo de su memoria—. Pero ¿cómo estaba allí si nadie la conocía?

—Alguien la puso en la lista, señor. Alguien que no asistió a la fiesta.

Alexander apretó los ojos, caminando hacia la ventana, mirando el día soleado.

—Por eso estaba sola… —murmuró, reflexionando.

Alexander respiró hondo, apretando la mandíbula.

—Encuentren todo sobre ella. Quién es. De dónde viene. Qué hace. Quiero saber hasta si prefiere café o té. Y rápido.

—Sí, señor —respondieron al unísono, saliendo inmediatamente del despacho.

Alexander se quedó mirando por la ventana, las manos en los bolsillos del pantalón, los ojos fijos en el jardín. Pensando… En la mujer que se convirtió en su vicio en una sola noche.

Alexander apretó aún más los ojos, sosteniendo su propia barbilla, perdido entre pensamientos que nunca imaginó tener.

—Ella era pura… —murmuró para sí mismo—. ¿Por qué diablos aceptó quedarse conmigo… y luego huyó? —preguntó al vacío, irritado, apretando la mandíbula.

Se sentó en el sillón, pasándose las manos por el cabello rubio, intentando encontrar alguna lógica, alguna explicación que tuviera sentido.

Porque nada… absolutamente nada tenía sentido. Ella estaba allí. Sola. Deslumbrante.

Inocente. Y, al mismo tiempo, entregada como si ese encuentro estuviera predestinado.

Alexander cerró los ojos. Ella no era como las otras. Lo sabía desde el instante en que la vio. Desde la forma en que temblaba al ser tocada, como si nunca hubiera experimentado nada parecido…

Y ahora simplemente había desaparecido.

Alexander se puso de pie, se arregló el saco, se ajustó los puños de la camisa y respiró hondo, adoptando esa postura que todo el mundo conocía: la de un hombre de negocios imbatible.

Estaba a punto de cruzar el vestíbulo cuando, al acercarse a la puerta de la sala, escuchó voces afuera.

—¿Mi padre aún está en casa?

Era Ethan.

Su hijo.

Conversaba con uno de los guardias de seguridad, aparentemente desconfiado de algo… o de alguien. Podía descifrar a su hijo por el tono de su voz.

Ethan entró empujando la puerta de la mansión, pasándose la mano por el cabello, también rubio como el de su padre, con la pajarita del smoking enrollada en la mano como si fuera un simple trozo de tela sin importancia.

Estaba sonriendo, una sonrisa de quien cree que el mundo gira en torno a él… hasta que sus ojos se cruzaron con los de su padre y la sonrisa desapareció.

Alexander estaba parado en el vestíbulo, impecable, tenso, con las manos en la espalda, analizando a su hijo de pies a cabeza con una mirada de desagrado, impaciencia y frustración.

Porque, una vez más, parecía que Ethan nunca aprendería lo que era ser un verdadero Blake.

—¿Puedo saber por qué no fuiste al evento? —disparó, la voz fría y autoritaria—. ¿Y dónde estuviste hasta ahora?

Ethan respiró hondo, se pasó la mano por el rostro y arqueó una ceja, como si esa exigencia ya fuera parte de la rutina.

—Relájate, papá… tuve un imprevisto —respondió, girando la pajarita en la mano, completamente despreocupado.

Alexander apretó los ojos.

—Un imprevisto —repitió, seco, cruzando los brazos—. Claro. Debe tener nombre, apellido… y, me imagino, poco cerebro.

Ethan rio, moviendo la cabeza.

—Mira quién habla —soltó, cínico, caminando hasta el bar y sirviéndose un whisky sin siquiera pedir permiso—. Ni te imaginas lo que yo haría si fuera como tú.

Alexander apretó la mandíbula, respiró hondo intentando controlar el deseo de estrangular a su propio hijo.

—Y es exactamente por eso que nunca serás como yo, Ethan. Porque no tienes idea de lo que es responsabilidad, poder… y, sobre todo, control.

Silencio.

—Es temprano en la mañana… —Alexander apretó los ojos, cruzando los brazos impaciente—. Hueles a alcohol… y a perfume barato —dio un paso al frente, exhalando con fuerza—. Y, aún así, sigues bebiendo. ¿Debería internarte en Alcohólicos Anónimos? —disparó, seco, áspero.

Ethan giró el vaso en la mano, esbozó una sonrisa torcida y se recostó en el respaldo del sofá, como a quien nada le importa.

—Ah… basta de exagerar, papá —respondió, dando un largo trago.

Alexander respiró hondo, tomando aire por las fosas nasales, una vez más intentando mantener el propio control.

—Tienes razón —afirmó, cruzando los brazos—. Estoy exagerando —hizo una pausa, mirando a los ojos de su hijo, frío como el hielo—. Pero no exageré cuando dije que, si no te casas pronto y te conviertes en un hombre responsable, no tendrás acceso a los privilegios que aún tienes.

Y entonces, soltó la bomba, con un tono de ironía y amenaza:

—¿Ya te imaginaste… trabajando, Ethan?

El sonido del hielo en el vaso se detuvo.

Ethan guardó silencio por un segundo, la sonrisa desapareciendo por fracciones de segundo, antes de recomponerse y fingir.

—¿Trabajar? —arqueó una ceja, dando un trago prolongado—. Qué palabra fea, papá… no combina conmigo.

—Pues más te vale empezar a encontrarla bonita. Porque tu vida de príncipe consentido tiene fecha para terminar.

El silencio se volvió denso, cargado, como si un tornado estuviera a punto de formarse allí mismo.

Ethan respiró hondo, dejó el vaso en la mesa de centro y dijo, burlón:

—Estoy comprometido.

Alexander arqueó una ceja, cruzando los brazos, analizando cada detalle del rostro de su hijo.

—¿De veras? —respondió, seco, sin ocultar el tono irónico—. Espero conocerla pronto.

—La conocerás, papá —respondió Ethan, esbozando una media sonrisa.

—Excelente —Alexander se ajustó el saco, revisando la hora en su reloj de pulsera—. Necesito ir a trabajar. Llego tarde.

Ethan rio, moviendo la cabeza.

—Usted… ¿tarde? Es la primera vez en la vida que veo eso. ¿Qué lo retrasó? —se inclinó un poco hacia adelante, con esa sonrisa—. ¿Va a decirme que fue… una mujer?

Alexander respiró hondo, ignorando completamente la provocación.

—Nos vemos esta noche —respondió únicamente, ajustando los botones del saco, antes de salir.

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