«¡No lo puedo creer! Estoy sobre el escritorio del despacho de Edward Valmont » sigo para mis adentros.
Y es que es el mismo lugar donde ayer ví entrar y salir a empresarios, gente con trajes de miles de dólares y secretos que valen aún más. Nunca imaginé que terminaría aquí… así. Con las piernas abiertas y la piel erizada por el frío de la madera bajo mis muslos y el calor de su cuerpo acercándose al mío como una tormenta.
Mi camiseta es un escudo inútil. Ligero, suave, apenas una caricia sobre mi piel. Edward lo levanta con manos firmes, como si cada uno de sus gestos tuviera décadas de práctica, y lo pliega sobre mi pecho con una reverencia casi silenciosa. Mis pechos quedan expuestos al instante, no son grandes, no son perfectos… pero él los mira como si fueran arte, como si cada curva fuese una respuesta largamente esperada.
—No sabes cuánto he deseado esto —murmura, ronco, entre dientes.
«¿Lo escuché bien? ¿Deseado?» El aire me falta un segundo. El corazón me late como s