«¡No lo puedo creer! Estoy sobre el escritorio del despacho de Edward Valmont » sigo para mis adentros. Y es que es el mismo lugar donde ayer ví entrar y salir a empresarios, gente con trajes de miles de dólares y secretos que valen aún más. Nunca imaginé que terminaría aquí… así. Con las piernas abiertas y la piel erizada por el frío de la madera bajo mis muslos y el calor de su cuerpo acercándose al mío como una tormenta. Mi camiseta es un escudo inútil. Ligero, suave, apenas una caricia sobre mi piel. Edward lo levanta con manos firmes, como si cada uno de sus gestos tuviera décadas de práctica, y lo pliega sobre mi pecho con una reverencia casi silenciosa. Mis pechos quedan expuestos al instante, no son grandes, no son perfectos… pero él los mira como si fueran arte, como si cada curva fuese una respuesta largamente esperada. —No sabes cuánto he deseado esto —murmura, ronco, entre dientes. «¿Lo escuché bien? ¿Deseado?» El aire me falta un segundo. El corazón me late como s
La dureza de Edward comienza a abrirse paso entre mi centro. Estoy tan cerca de él que casi no puedo respirar. Mis manos, temblorosas, buscan algo a lo que aferrarse, y lo encuentro en sus brazos, fuertes y seguros, como si estuviera intentando evitar que me desvaneciera bajo el peso de lo que está sucediendo. Siento una presión, un roce que hace que todo en mi cuerpo se tense, como si mi corazón y mis pensamientos se estuvieran rompiendo al mismo tiempo. Cada parte de mí está en conflicto, una mezcla de miedo, deseo, y una necesidad abrumadora de más. Es difícil respirar. No sé cómo poner en palabras lo que estoy sintiendo, porque todo dentro de mí parece estar en guerra. Hay una parte de mí que quiere retroceder, escapar de esta locura, pero otra, una mucho más profunda, me dice que no lo haga. No ahora. Porque, aunque mi cuerpo se estremezca de dolor, también me siento más viva que nunca, más plena, más atrapada en un torbellino de emociones que no puedo controlar. Edward se det
De un momento a otro, Edward me levanta y sin salir de mi, se sienta en la silla de cuero, y joder, siento como si el aire se me fuera, como si cada embestida fuera más dura que la anterior. Pero a la vez, mi cuerpo no puede evitarlo. Responde a él, a su cercanía, a esa presencia tan... imponente. Siento el cosquilleo en mi piel, esa corriente que me recorre como un rayo y que no puedo ignorar. Me aferró a su cuello, . Porque no sé qué está pasando, solo sé que nunca había sentido algo así. Es como un maldito fuego que me consume desde dentro, pero ¡carajo! me hace sentir más viva que nunca. El roce de su piel contra la mía me hace temblar. Su fuerza, esa posesión de la que no puedo escapar, me tiene prisionera, marcando el ritmo. Y me vuelve loca. Me siento pequeña, vulnerable, pero también increíblemente deseada. Como si mi cuerpo tuviera vida propia, como si estuviera reaccionando a cada maldito movimiento de él. ¡Es como estar en una montaña rusa de sensaciones que me hacen perde
El despacho está en un silencio, el único sonido es el de nuestras respiraciones erráticas y todo parece más grande de lo que es. Con mi cuerpo, aún tembloroso, me obliga a bajar de su regazo con una torpeza que ni yo misma reconozco. Mis piernas se sienten como si fueran de gelatina, como si mi equilibrio hubiera decidido irse a hacerle compañía a mi dignidad, que ya de por sí está en un rincón de la habitación llorando. No sé cómo hacer para no caerme, así que me sostengo de la silla, como si fuera un venado recién nacido. Y es que, francamente, parece que mis piernas no quieren responder, no después de como este hombre me tomó hace un instante. Con movimientos torpes, me tomo la camiseta que está tirado cerca de la silla. La tela fría me recuerda lo ajena que me siento de todo esto. Con una rapidez que no me siento del todo cómoda, me lo pongo, tratando de evitar cualquier tipo de contacto visual con Edward. Por alguna razón, me siento como si estuviera en una escena de una pelícu
Perspectiva de Cassian . La habitación está oscura, salvo por el parpadeo intermitente de la ciudad más allá de las ventanas. Camino en círculos, como un animal atrapado. El eco de esa cena todavía arde en mi cabeza, como brasas encendidas en una conversación que no puedo apagar. Seraphina, con sus malditas insinuaciones. Daniel, hablando de mudanzas como si pudiera simplemente tomarla y llevársela. Como si pudiera cargar con Arielle como si fuese un mueble más del penthouse. Como si ella no fuera mía. —Maldita sea —susurro mientras paso mi mano por mi cabello, porque ahora mismo me siento desesperado. —Arielle es mía. Esa palabra me carcome desde dentro. Porque no tengo derecho a pensarla, y aún así, es lo único que retumba en mi pecho. Me detengo frente al ventanal, paso una mano por mi rostro. Esto es ridículo. Un hombre como yo, perdiendo la cabeza por una mujer que ni siquiera debería mirar. Que debería haber sido intocable desde el principio. Pero entonces recuerdo su
Su piel está ardiendo bajo mis labios. Cada beso que le doy es una condena que saboreo con gusto. Mis manos recorren su espalda con lentitud, con una reverencia enfermiza que no logro disimular. Ella está debajo de mí, desnuda, mojada, y no solo por el agua de la ducha que aún está sobre su cuerpo. Y yo apenas puedo contenerme. No hay nada más allá de este cuarto. Nada más allá de su cuerpo temblando bajo el mío. Sus dedos se deslizan por los botones de mi camisa con una urgencia suave, como si ya no pudiera esperar más. La abre uno a uno, con una urgencia que me hace mostrar una sonrisa, misma que solo he tenido para ella, que le pertenece. Y cuando la desliza fuera de mis hombros y la arroja sin pensar hacia un rincón de la habitación, escucho el leve tintineo de mis llaves estrellándose contra el suelo. Las malditas llaves del auto. —Las recogeré luego —murmuro sin apartar mi boca de la suya. Arielle no dice nada. Sus dedos bajan por mi abdomen hasta el botón de mi pantalón y
Perspectiva de Arielle . El olor a él aún flota en el aire. Mi habitación huele a Cassian. Es como si su presencia estuviera tatuada en las paredes, en mis sábanas, en mi piel. Me tiemblan las manos mientras camino descalza por la habitación, con la bata de baño pegada a mi cuerpo aún tibio y húmedo. La humedad del baño se mezcla con el aroma salvaje y cálido que él deja a su paso. No puedo permitir que Daniel lo perciba. No puedo permitir que lo sospeche. Agarro mi perfume del tocador, el que huele a peonías, y rocío el aire con él con urgencia. Rocío las sábanas también, una, dos, tres veces. El colchón aún está desordenado, con las marcas de nuestros cuerpos hundidas en la tela, porque somos culpables y las pruebas están por todas partes. Estiro la sábana, aliso las esquinas, tiro las almohadas al suelo para reacomodarlas. Me muevo rápido, sin pensar demasiado en lo que hago, solo actuando por instinto. Me detengo frente al espejo. Mi reflejo está descompuesto, alterado. Los
Me quedo inmovil. Mientras la pregunta de Daniel al ver el objeto retumba en mi mente. «Mierda» Sigue la dirección de su mirada y mi sangre se hiela. No necesito mirar para saber lo que ha visto. Las llaves. Las malditas llaves de Cassian. Mi pecho retumba con un latido brutal y mi mente se llena de mil posibilidades catastróficas. Me doy cuenta demasiado tarde de que mis nudillos se aferran aún con más fuerza al borde de la bata. Daniel da un par de pasos hacia el objeto. Yo no me muevo. No respiro. Entonces él se agacha. —Ah —dice, con un tono de alivio que me perfora el pecho—. Es un cristal. Probablemente de alguna botella. —Se endereza con el fragmento entre los dedos. Es alargado, con bordes afilados y un tenue aroma floral. Es la tapa rota de uno de mis perfumes. —¿Te cortaste? —pregunta con preocupación, acercándose. Yo reacciono tarde. Muy tarde. Porque aún tengo el vértigo en la sangre, la maldita sensación de ser atrapada. —No, no. Estoy bien. —Respondo