La casa entera pareció contener la respiración. Alexander Moretti cruzó el pasillo con pasos que eran martillazos; la bufanda colgando de su mano, el periódico arrugado como si cada palabra le quemara la piel. Al llegar a la habitación principal, empujó la puerta con tal violencia que las bisagras gimieron. La alcoba era un templo del lujo: cama amplia, seda, espejos dorados; todo impecable como si la vida se midiera por el brillo de los objetos. Sobre la cama, una bandeja con té, dos copas vacías. Y allí, recostada en el diván junto a la ventana, estaba ella: Sofía Moretti, la esposa de Alexander, la mujer que él siempre había creído ciega a su mundo sucio y fiel, la dueña de una belleza que envejecería como un trofeo.
Sofía se incorporó al verlo entrar tan alterado. Su cabello cobrizo, limpio y perfectamente peinado, brillaba con reflejos cobrizos salpicados de algunos hilos plateados que la hacían aún más atractiva; sus manos, siempre cuidadas, reposaban sobre el tejido de su bata