El amanecer en Manhattan parecía uno de esos cuadros perfectos: un cielo anaranjado pintando los rascacielos y el murmullo de la ciudad despertando poco a poco. Pero dentro de la mansión Thornhill, la calma era un espejismo.
Margaret estaba en su despacho privado, con una bata de seda color marfil, su cabello recogido en un moño impecable y un café humeante sobre el escritorio. Frente a ella, Willow, con un vestido ajustado de terciopelo negro, la observaba con la misma expectación de una fiera olfateando presa.
—¿Y bien? —preguntó Willow, cruzando las piernas con elegancia venenosa—. Me citaste con tanta urgencia que pensé que el mundo se estaba acabando.
Margaret apoyó las manos en el escritorio, inclinándose hacia ella con un brillo malicioso en los ojos.
—Tal vez para Bianca Lancaster sí lo esté.
Willow arqueó una ceja, interesada.
—Me gusta hacia dónde va esto.
Margaret no perdió tiempo en rodeos.
—La pequeña Bianca… no es una Lancaster de verdad.
Willow soltó una carcajada incré