El reloj del salón marcaba las ocho de la noche con un tic-tac constante y ominoso cuando Isabella Moreau descendió del auto negro que la había traído hasta la mansión Thornhill, sus tacones altos resonando como un eco de determinación en el camino empedrado. La luna llena bañaba con luz plateada los jardines meticulosamente podados, donde fuentes susurraban y estatuas de mármol vigilaban como guardianes silenciosos, mientras las ventanas de la residencia centelleaban como faros de lujo y poder absoluto. A cada paso que daba sobre el mármol reluciente de la entrada, sus tacones resonaban con una seguridad que no era fingida, su postura erguida y confiada proyectando una aura de invencibilidad. Llevaba un vestido negro de Saint Laurent, elegante y sobrio, pero con un corte ajustado que insinuaba su silueta perfecta, acentuando las curvas de sus caderas y el escote sutil que atraía miradas. En su bolso de cuero italiano descansaba la información que acababa de cambiarlo todo, un secreto