El salón estaba en silencio absoluto, como si las palabras venenosas de Willow y Margaret hubieran congelado el aire. Los murmullos, las risas ahogadas y las miradas cargadas de juicio se evaporaron en un instante cuando Aldric Thornhill apareció en el umbral. Su sola presencia llenaba el espacio: alto, imponente, con el porte de un emperador que no necesitaba anunciar su poder.
Los ojos de Aldric, oscuros como la tormenta, barrieron la sala. Y su voz, grave y cortante como el filo de una espada, retumbó en el corazón de todos:
—¿Qué demonios está pasando aquí?
El eco de su pregunta fue tan fuerte que nadie se atrevió a responder. Margaret trató de componer su sonrisa helada, pero Aldric avanzó, sin quitar la mirada de Bianca, que temblaba en medio del salón, como una presa rodeada de lobos.
—¡Se divierten humillándola! —continuó, su tono cargado de ira contenida—. ¡A una mujer inocente! A la mujer que yo amo.
Un murmullo colectivo recorrió la sala. ¡Amo! Esa palabra cayó como una bom